Érase una vez, en un lugar de Cuenca, cuyo nombre no recuerdo, un hombre viajero estaba sentado en un banco, para descansar. Aparecieron unos niños y niñas jugando, poco a poco se le acercaron a preguntarle por qué estaba ahí, de donde venía y hacia dónde iba, él les contestaba con aprecio. Dos madres venían y también se preocupaban por él, una de ellas regresó a su casa para venir con un bocadillo y una manzana para dárselo al viajero caminante, el lo agradeció y correspondió a la petición de una de las niñas con prometerle que regresaría. Se despidió de los niños y de las madres con gracias y hasta otra vez y continuó su camino hacia otro pueblo, por el que había preguntado a las madres.
Y, coloreen, colorado, este brevísimo cuento ha acabado y fueron felices y perdonaron a las perdices.
Otro día, más.
Juancarlos G. E.
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